domingo, 2 de noviembre de 2008

Una relación fantástica, fundamentada y relacional de la primigenia amoralidad de Dios


Por Aníbal Aguilera

Para cualquiera familiarizado con las sagradas escrituras del cristianismo, resulta evidente una importante diferencia entre las personalidades y acciones del Dios anunciado por Jesús en los Evangelios y las del mostrado en el Antiguo Testamento.
En este último encontramos, de cuando en cuando, mandamientos concernientes a la moral, ya que la mayoría son arbitrajes respecto de cuestiones agrarias, indicaciones de lo que es posible comer y cómo hacerlo o referencias al trabajo y al descanso. Algunos expresados con generosa elocuencia, como “No sigas a la mayoría para hacer el mal”, frase que le fue mostrada por su abuela a Bertrand Russel y que acompañó al anciano hereje durante toda su vida. Hay algunas palabras de simpatía hacia los olvidados y desaparecidos jivitas, cananeos e hititas, que suponemos, también formaban parte de la creación original del Señor, los que son expulsados sin piedad de sus hogares para dejar sitio a los desagradecidos y rebeldes hijos de Israel
En la historia del pueblo israelita, luego del Éxodo, sesenta y cuatro de los ancianos, incluidos Moisés y Aarón se reúnen cara a cara con Dios y hay minuciosas descripciones de los despilfarros en inmensas ceremonias sacrificiales y propiciatorias que el Señor espera de su recién adoptado pueblo…, pero con celeridad todo se desmorona: Moisés regresa de su reunión privada en la cima de la montaña y descubre con qué rapidez ha desaparecido en el pueblo el efecto de haber mantenido un encuentro directo con Dios. Los hijos de Israel han fabricado un ídolo con sus joyas y baratijas. Moisés destroza las tablas de la ley y ordena:
“Cíñase cada uno su espada al costado; pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano, a su amigo y a su pariente. Cumplieron los hijos de Leví la orden y cayeron aquel día unos tres mil hombres del pueblo”
Hoy en día, nos preguntaríamos si era realmente necesaria tanta violencia...
Es probable que la estadía de Moisés en el monte se prolongase por tanto tiempo, que los israelitas temieron que no volviese al campamento, lo que probablemente alentó a aquellos que se sentían incómodos con un Dios invisible. Tanto en la actualidad como en tiempos antiguos es muy corriente el deseo de ver alguna manifestación física de la deidad, y Aarón sintió la urgencia de crearla: “Él… hizo un molde y en él un becerro fundido, y ellos dijeron: Israel, ahí tienes a tu dios”. La elección de la imagen no es tan sorprendente como podría parecer a la mentalidad moderna. Antes de las tecnologías modernas, los carnívoros salvajes constituían una amenaza y terror continuos; tampoco había seguridad de que algunos animales no fuesen iguales o superiores, incluso, que el hombre. Mucha gente creía que el alma de los hombres podía reencarnarse en diferentes animales y que alguna forma particular de criaturas podían tener sutiles y estrechos lazos de parentesco con su propia tribu. Otros creían que, como los animales representaban una importante fuente de alimento, debían reverenciarse y propiciarse alguna imagen de tales criaturas.
Por consiguiente, el culto animal ha marcado al hombre a lo largo de la historia. Aún en nuestros días, es cosa común en la India, donde no pueden matarse las vacas, y mucho menos comerse, a pesar del hambre endémico que existe en ese país. En Egipto antiguo, de donde provenía el pueblo de Dios, de acuerdo con las escrituras, el culto animal estaba bastante extendido. Por ejemplo, en Menfis se rendía adoración al toro sagrado, Hapi, que los griegos conocían como Apis, que era considerado como una manifestación del dios Osiris. Podría pensarse que el toro egipcio inspiró al pueblo israelita, pero este es un supuesto innecesario. A los pueblos agrícolas, el ganado vacuno proporcionaba carne, leche y trabajo y dependían de la fertilidad del toro, de modo que éste tenía un importante papel en los ritos. Los hallamos en Creta, mucho después, en los mitos del mitraísmo, de origen persa; los asirios tenían toros alados y otros pueblos del “fértil creciente” también rendían a esos animales, diversas suertes de culto.
Por ello no parece extraño que los israelíes vieran como normal el culto al toro y el becerro que modeló Aarón era sin duda, un toro joven. En realidad, los querubines, como son descritos por Ezequiel, presentan un aspecto de toro en el costado izquierdo de su semblante, así como pies de toro, de modo que pudo fácilmente realizarse la transición entre la presencia invisible que descansara entre los querubines del arca, a la imagen de los querubines mismos, de modo que la adoración del becerro podría no tomarse como un alejamiento del Señor, ya que la figura de oro podía interpretarse como una de las manifestaciones de Yahvé.
La tribu de José tenía como animal simbólico a un toro, cuya adoración queda de manifiesto cuando tres siglos después del éxodo, el reino de Salomón se escinde en dos mitades. Jerusalén, centro del culto bajo David y Salomón, permaneció en la mitad sur, de modo que al soberano del lado norte, Jeroboam, de la tribu de Efraín, que era una de las tribus de José, le pareció políticamente peligroso permitir la existencia del mismo culto que en el norte y volvió de la manera más natural al culto del toro, el antiguo animal simbólico de la tribu. El empleo del toro como símbolo de Dios se dio en el reino del norte hasta el fin de sus días, sin embargo, nunca se dio en el reino del sur y es desde allí que procede la historia del judaísmo posterior y la del cristianismo. Así pues, aunque no debió ser motivo de tan grande extrañeza, Moisés restablece su autoridad después de su pequeña guerra civil, ayudado por los levitas…, pero no sin un elevado costo humano y social.
La furia de Moisés se declara sin eufemismos en la historia bíblica: Moisés da orden de que los padres lapiden a sus hijos hasta matarlos por indisciplina, cosa que parece infringir al menos uno de los mandamientos. En Números, se dirige a sus generales tras una batalla, descontento por haber permitido escapar vivos a tantos civiles: “Matad, pues a todos los niños varones. Y a toda mujer que haya conocido varón, que haya dormido con varón, matadla también. Pero dejad con vida para vosotros a todas las muchachas que no hayan dormido con varón”
Las manifestaciones brutales de parte de Dios, de sus generales o de sus avatares son frecuentes en el Antiguo Testamento, fuesen justificadas o no, sin embargo, un extracto sumario y depurado del drama humano asociado a un acto injusto e irreflexivo por parte del Creador, queda de manifiesto en el relato de Job, el que se transforma en un drama filosófico sobre el problema del bien y el mal… y quizá algo más.
El relato de Job se detiene tan poco en la historia seglar, que no llega a plantearse la cuestión de si describe hechos que ocurrieron realmente. Se desconoce cuándo pudo, realmente escribirse, aunque se cree que la historia, tal como nos ha llegado, pertenece al período post exiliar y se redactó durante el período persa. Tal vez no se requería definir la genealogía o el origen de Job, ya que podía tratarse de un héroe conocido en la época. De hecho, la leyenda original debe ser muy antigua y existe una versión en la cultura babilónica, la que el autor de Job usa como introducción y epílogo en prosa al libro, pero entre el principio y el final, incluye su propia indagación poética acerca de las relaciones entre Dios y el hombre. La fábula describe a un hombre bueno, de paciencia sobrehumana, que soporta enormes desgracias sin perder la fe en Dios.
Existe una referencia bíblica a la historia original en los escritos del profeta Ezequiel, quien vivió durante el exilio y, en consecuencia, antes de redactarse el libro de Job. Cuando el profeta cita la advertencia de Dios de que Él destruirá a los idólatras, se explica que los transgresores no escaparán al actuar divino, por los méritos de los devotos que vivan entre ellos:
“… cuando, por haberse rebelado contra mí la tierra… y extermine de ella hombres y animales, aunque hubiesen estado en ella estos tres varones, Noé, Daniel y Job…, ellos… salvarían su vida”
Ezequiel 14:13-14
En el texto de nuestra historia, tras la presentación de Job, el escenario se traslada a los cielos:
“sucedió un día que los hijos de Dios fueron a presentarse ante Yahvé, y vino también entre ellos, Satán”
Job 1:6
El nombre de Satán no aparece en ninguno de los libros basados en documentos preexiliares, y es una razón para afirmar que el libro se escribió después del exilio. En el relato se nota la influencia persa, que declara a Dios como el jefe de una numerosa corte de espíritus auxiliares. La diferencia con los escritos persas radica en que Satán no es la contrapartida de Dios como líder de un grupo de espíritus malignos, sino más bien, un espíritu individual tan sometido a Dios como todos los demás. Al parecer, Satán tiene la útil e importante misión de probar a los seres humanos para comprobar si su fe en Dios es firme o superficial. Para ello actúa con permiso de Dios y sólo hasta donde éste se lo permite.
Pero la historia continúa de la manera siguiente: Dios alaba, frente a Satán, la devoción de Job y el diablo señala que para un hombre rico y afortunado es fácil mostrar agradecimiento por las recompensas que recibe, por consiguiente, Dios autoriza a Satán para que descargue desgracias sobre Job y demostrar así que su fervor se mantiene firme. Se destruyen los rebaños y los bienes de Job, mueren sus hijos e hijas, él mismo se ve afectado de forúnculos y pústulas, pero en ningún momento permite Job que una expresión blasfema surja de sus labios. Mantiene su devoción y sigue alabando a Dios.
Job piensa que las desgracias le han sobrevenido sin merecerlas y que Dios se comporta como un tirano caprichoso. Enumera las grandes realizaciones divinas para demostrar que Dios está más allá del alcance de la comprensión humana, lo que convierte su presunta tiranía en algo imposible de desafiar.
Podemos ahondar algo más en esto: evidentemente en la época de Job ya eran conocidos los imprevisibles caprichos y los devastadores ataques de ira de Yahvé, quien se mostraba como un celoso guardián de la moral y la justicia. Por ello había que ensalzarle de continuo como “justo”, cosa que, al parecer, era primordial para Yahvé. En este aspecto, su personalidad no se diferenciaba mayormente de la de un rey más o menos arcaico y, probablemente, esta diferencia era sólo de tamaño, de cantidad.
Los celos y la susceptibilidad de Yahvé investigaban los corazones de los hombres, de modo que éstos se vieron finalmente obligados a entablar una relación personal con Él. En esto, Yahvé resulta sustancialmente distinto de Zeus. Zeus permitía desde cierta distancia que el mundo caminara y sólo castigaba lo que se salía del orden. Zeus, a diferencia de Yahvé, no moralizaba; tan sólo pedía los sacrificios que se le debían y no quería tener que ver más con el hombre, para quien no tenía plan alguno. En este sentido, Zeus es una figura y no una personalidad. Para Yahvé, en cambio, los hombres eran muy importantes y necesitaba de ellos tanto como ellos a Él. Esta estrecha relación personal de Yahvé con su pueblo es única y trajo como necesaria consecuencia, la realización de alianzas auténticas, pactos colectivos o con personas individuales, como Abraham o David.
Cuando otros dioses quebrantaban su juramento, no ocurría gran cosa, ya que estaban cargados con los mismos vicios y virtudes de los hombres. Se les podía engañar, castigar, hostigar o indisponer entre sí sin que por ello perdieran su prestigio; pero con Yahvé, las cosas eran muy diferentes. En la relación religiosa, el factor moral personal tenía un lugar preponderante. Se produjo de este modo, una relación casi jurídica que obligaba a ambas partes, haciendo que los pactos caracterizaran la relación de Yahvé con su pueblo. Eran una divinidad personal, con una relación hombre-Dios diferente.
Bajo estas circunstancias, el quebrantamiento de un pacto o una alianza tenía consecuencias devastadoras. Si el hombre faltaba a su compromiso en el pacto, era castigado de manera ejemplar y, las más de las veces, con una crueldad exquisita o, simplemente, indiferencia ante su sufrimiento. Sin embargo, las consecuencias tenían un efecto traumático no sólo en lo personal, sino también en lo moral, cuando el quebrantamiento se producía por parte de Yahvé.
A Yahvé no se le podía tratar como a un hombre cualquiera. No era posible pedir a Dios que diese cuentas por su quebrantamiento de la alianza, ya que el hombre sabía perfectamente a quien enfrentaba y sabía, por tanto, que ponía su vida en riesgo. Job decide entonces, recurrir al nivel más alto de su razón para plantar su queja, con lo que eleva su aspecto moral casi por encima, si no más allá del de Dios mismo.
Yahvé exige adoración y alabanza constantes, reflejando el carácter propio de una personalidad que sólo mediante un objeto puede sentir su existencia. Y la dependencia del objeto se hace más marcada en cuanto menos autorreflexiva sea la personalidad. Si el sujeto no posee autorreflexión, la dependencia es absoluta y, en consecuencia, no tiene tampoco visión alguna de sí mismo. Está solo, no tiene un igual que lo refleje y pareciera existir sólo al tener un objeto que le asegure que existe. Si Yahvé tuviese conciencia de sí mismo, se hubiese opuesto a que se alabase su justicia. La moral presupone la existencia de una conciencia, en consecuencia, Dios es demasiado inconsciente para ser “moral”.
Con esto no quiero decir que Dios sea imperfecto o malo, sino que es toda propiedad en su totalidad, es decir, es la justicia absoluta, pero también su contrario, en igual totalidad. Esto nos permite comprender que sus actos se contradigan. Por ejemplo, Yahvé se arrepiente de haber creado al hombre, aunque su omnisciencia sabía desde el principio lo que iba a pasar con éste.
Por otra parte, a Job le cuesta entender que el capricho divino viole la justicia, porque no puede deshacerse de su fe en la justicia divina, pero tampoco puede dejar de reconocer que es el propio Dios quien le hace injusticia y violencia; pero se da cuenta de que está frente a un Dios al que no le importa el juicio moral y que no reconoce ética alguna que le obligue a Él. Y aquí es donde encontramos el rasgo más destacable de su humanidad, la verdadera grandeza de Job: ante esta dificultad, Job no duda de la unidad de Dios. Más aún, ve claramente que Dios se encuentra en contradicción consigo mismo y esto, de manera tan total, que está seguro de encontrar en Dios un protector y un abogado contra Dios mismo. La bondad de Yahvé se le presenta a Job con la misma certeza que su maldad. De un hombre malo no esperaríamos que nos ayudara, pero Yahvé no es hombre. Él persigue y ayuda a la vez, tan real en un aspecto como en el otro. Yahvé no está dividido, sino que es una antinomia, una total contradicción interna. Esto explica su tremendo dinamismo, su omnipresencia y su omnisciencia; y a este conocimiento se aferra Job para “defender sus caminos” ante Yavhé, ya que, a despecho de su cólera, Yahvé es también, frente a sí mismo, el abogado del hombre que tiene algo de qué quejarse.
Yahvé está embriagado por la tremenda fuerza y poder de su creación, sin embargo, desde el punto de vista moral cede la victoria al oprimido, al vencido Job: en esta especie de duelo entre el omnipotente y un gusano, Job muestra mayor estatura moral que Yahvé. La creatura ha superado al creador en este aspecto. La doble naturaleza de Dios ha sido puesta de manifiesto y esta revelación no podrá dejar de tener la más significativa relevancia y tremendas consecuencias, no solo para Yahvé, sino también para los hombres.
La superioridad de Job ya no puede ser borrada de la historia del mundo, con lo que se presenta una situación nueva que debe ser analizada y sobre la cual hay que reflexionar. Esta reflexión acarrea graves consecuencias: Yahvé debe elevarse sobre su primitivo estado anterior de conciencia al reconocer que el hombre Job le supera desde el punto de vista moral y que ahora Él debe reconquistar el ser del hombre. Yahvé, el guardián de la justicia sabe que toda injusticia ha de ser reparada y que ahora, sobre Él también impera la ley moral.
Es probable que de este análisis en la mente de Dios, haya surgido su decisión de hacerse hombre, lo que es una transformación revolucionaria de Dios, ya que representa una objetivación de Sí mismo. En el proceso de la Creación, Dios se reveló en la naturaleza, de modo que se introdujo en la Creación, cada parte de la cual es Él mismo, sin embargo, ahora quiere, de forma específica, hacerse hombre, de modo que la deidad abandona su estado de fascinación con lo creado, para hacerse consciente del ser de lo creado, lo que lo vuelve a colocar en su primigenia relación con el hombre, pero su esencia ha mutado. La deidad cruel, airada y celosa se transforma, merced a su capacidad autorreflexiva y a encontrarse ligado con la moral, en un Dios en quien prima la ley del amor. Elabora un cuidado plan de redención, merced al cual satisface su necesidad de justicia y castigo, de modo que evita caer en contradicción consigo mismo, y simultáneamente eleva al hombre a un estado casi divino. La fusión hombre-Dios marca el inicio de un estado de gracia, en el que se elimina la ley que pesaba sobre los hombres. El calvario es el momento histórico que marca su consumación. La ley de Dios se cumple y la lanza arrojada por un soldado perfora el costado de Jesús, de cuya herida manan sangre y agua. Una vez más, el misterio de la sangre y del agua, la vida, la identidad misma de Dios y su espíritu no cesan de trabajar. De allí en más, el dominio de Dios sobre su creación se completa, pero no le quita su libre albedrío. Satán pierde su poder sobre todos aquellos que, en un símbolo del proceso experimentado por Dios mismo, de aceptación, recogimiento, reflexión y voluntad de cambio, aceptan su nueva condición, el nuevo pacto. Se ha recuperado la condición original del hombre con un nuevo nacimiento que lo promueve a una mejor categoría que la original. De este modo, los seres humanos resultan, como dice Pablo: “… más que vencedores, por medio de aquel que nos amó”. El paráclito, ahora derramado por la gracia, completa la labor, transformando la imagen corrupta de los hombres en la de verdaderos hijos de Dios. No más ya un solo pueblo, sino en un destino compartido con toda la humanidad y en todos los tiempos.
Se podría ahondar enormemente en los detalles y fundamentos, sin embargo, baste por ahora con decir que este drama culmina, probablemente, con lo que la omnisciencia de Dios sabía desde el principio. Mediante la transformación sólo se ha completado un proceso evolutivo, que se refleja en el ser humano y en el universo entero, aparentemente destinado a evolucionar y cambiar constantemente hacia estados más cercanos a la perfección. Es nuestra imagen del Creador y ha estado siempre presente en Él. Sin embargo, esta imagen y semejanza se manifiesta con perfección y tal sutileza que nos cuesta trabajo descubrir al fragmento de Dios en nosotros, quien mueve todo el proceso desde el inicio de los tiempos. Y en este movimiento, finalmente, pone Dios de manifiesto su extraordinario dinamismo, su existencia en un plano en el que puede expresarse a Sí mismo como vivo y consciente. Es el Dios vivo que permanece, inmutable y cambiante en su eterna totalidad y Job viene a ser, de este modo, el símbolo de la humanidad completa, del hombre que comprende la locura de tratar de entender los planes y propósitos de Dios con la inteligencia limitada del ser humano, aunque él mismo forme parte fundamental de ellos.

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